Lecturas en la Madurez: Un Viaje de Desprendimiento y Redescubrimiento
Israel Centeno
Israelcenteno.com
Aquellos que me conocen pueden preguntarse por el estado de mis lecturas en esta etapa de mi vida. Al referirme a este momento, lo hago desde la perspectiva de la consolidación de mi madurez, del conocimiento profundo de mí mismo, de mis límites y de mi propia mortalidad. Desde esta visión, muchas cosas en mi vida se han reordenado, estableciendo nuevas prioridades, incluso en el ámbito de la lectura.
Vivo un tiempo en el que no siento la necesidad de buscar simpatías ni de aparentar descubrir algo para agradar a otros. Es un tiempo en el que me exijo a mí mismo una extrema fidelidad en el ejercicio de mi libertad. Sin embargo, ahora entiendo que la verdadera libertad solo se alcanza en un estado de unión con la divinidad, una idea incomprensible para aquellos que han excluido lo divino de su vida. En este contexto, me siento liberado de mis vanos esfuerzos por trascender, enfocado en aligerar las cargas, en renunciar a todo lo que me pesa, a todo lo que entorpezca mi inevitable viaje hacia el final.
Vivo un tiempo en el que no siento la necesidad de buscar simpatías ni de aparentar descubrir algo para agradar a otros. Es un tiempo en el que me exijo a mí mismo una extrema fidelidad en el ejercicio de mi libertad. Sin embargo, ahora entiendo que la verdadera libertad solo se alcanza en un estado de unión con la divinidad, una idea incomprensible para aquellos que han excluido lo divino de su vida. En este contexto, me siento liberado de mis vanos esfuerzos por trascender, enfocado en aligerar las cargas, en renunciar a todo lo que me pesa, a todo lo que entorpezca mi inevitable viaje hacia el final.
Dicho esto, vuelvo al tema de los libros. Con tranquilidad de espíritu, puedo decir que muchos de mis clásicos han quedado intocados. Mi canon es simple y no ortodoxo; he incorporado a mi lectura los textos de los primeros Padres de la Iglesia, cuya poesía posee un valor incalculable. El Renacimiento español también se ha vuelto parte de mi lectura cotidiana, con figuras como Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz. Con ellos tengo, o tendría, suficiente material para el resto de mi vida.
De mis autores latinoamericanos, solo unos pocos han perdurado en mi canon. Entre ellos, dos argentinos: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, y el uruguayo Juan Carlos Onetti. De México, Juan Rulfo y Carlos Fuentes. A todos los demás los he leído y disfrutado, como se disfruta la moda: con agrado, pero con el paso del tiempo, estos autores han perdido su brillo y, en cierto modo, me han desencantado. No porque sean malos o inadecuados, sino porque han envejecido ante mis ojos. A veces siento ternura por aquel entusiasmo juvenil, pero tengo la certeza de que ya no me dicen nada.
Podría añadir mucho más, incluso hablar de mis autores venezolanos, pero esto probablemente sería un esfuerzo inútil, sin aportar nada a una crítica inexistente o a la débil dinámica de nuestras letras en estos tiempos. Me limito a decir que ya no leo novedades; no me siento compelido a reconocer a nadie para ser reconocido. Quienes me conocen ya saben de mis gustos y lecturas en lo que respecta a los autores de mi país.
Además, como mencioné, estoy leyendo filosofía, y en este ámbito ha sido todo un descubrimiento Edith Stein. Sin embargo, antes de concluir, quiero destacar una lectura reciente de una autora prolífica y poco mencionada a pesar de su calidad y consistencia: Iris Murdoch. Sus novelas han captado tanto mi atención que he tenido que dosificarlas para no agotarlas en poco tiempo.
Así que, en esta nota no encontrarán una lista exhaustiva, pero entenderán que hoy en día me quedo más con los rusos que con los franceses, más con los británicos que con los estadounidenses. Y me reconforta sentir que, aunque esté en un momento de clausura, he avanzado mucho soltando las cargas, liberando, poco a poco, los lastres de mi globo. Al final, como dijo Eliot en *East Coker*: "En mi fin está mi principio."
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