8.15.2020
KENOPSIA
En uno de sus cuentos, Jorge Luis Borges ha dicho que los muebles cotidianos presuponen la forma humana. Una silla, una cama, son muebles diseñados para que pueda descansar la forma de nuestro cuerpo. Por extensión, asumo que las ciudades también fueron diseñadas según la naturaleza de los hombres. Los parques y las autopistas existen a propósito de nuestros gustos y costumbres. Las esquinas, los restaurantes, los edificios, las aceras no tendrían el menor sentido sin la existencia previa de los humanos. ¿Qué otra criatura podría subir escaleras o ascensores, sentarse a sacar cuentas en una oficina, hablar por teléfono o mandarse mensajes por carta o por Internet?
Quiero decir, esta manera de relacionarse, incluso cuando estamos a distancia, saludarnos, desearnos felices aniversarios, preguntarnos cómo estamos, echarnos de menos.
Hoy nuestras ciudades están desiertas y abandonadas como la casa de Juda Ben Hur, y nosotros no podemos regresar con nostalgia y dolor porque la guerra aún no ha terminado.
Si me asomo a la ventana, si salgo por un rato con mi perro y caminamos unas cuadras, veo que la tierra ha seguido su curso, los árboles están germinando y llenándose de hojas, los pájaros están ocupadísimos volando y llamándose unos a otros, la grama ha adquirido una vez más su color inigualable y el cielo se limpia y extiende insondablemente azul, lleno de aire y de espacio para volar cuanto queramos. Nosotros no podemos volar, como los pájaros o como los ángeles, pero nuestra nostalgia, nuestra kenopsia, se vale del recuerdo y de nuestra capacidad para convocar las imágenes que queramos y llevarnos al sitio que estamos añorando.
El último trabajo que tuve cuando llegó la pandemia (y la orden de reclusión), fue como gallery attendant del Centro afroamericano August Wilson, en Pittsburgh. En el momento en que tocaron a alarma y a cierre, había una exposición fotográfica del artista Kasimu Harris que recogía el espíritu de los bares y centros de recreación del siglo pasado en New Orleans. Su curadora, la estupenda, Kilolo Luckett, le dio a la sala un ambiente de taberna decadente, trajo un auténtico bar de los que aún quedan en pie en esa zona del país, y lo llenó de objetos de época: un teléfono monedero, sillas y mesas art decó, el mueble bar con todos los implementos necesarios, batidora, hielera, colador, largas cucharillas mezcladoras, copas para vino y para martini, vasos para el whisky, hasta unos paños de bayeta para limpiar la superficie de la barra. También un ambiente musical con blues de los más ácidos. Con el excelente detalle de que la música no se apagaba ni aun cuando la galería cerraba. Por alguna razón que desconozco y agradezco, no se podía apagar el hilo musical.
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En segundos, si te descuidas, las redes te batuquean de una cosa a otra. Algunas pocas veces en vuelo sorprendente. Me asomé al Instagram, esa vitrina, y terminé reflexionando acerca de las proximidades y largas distancias entre kenopsia y nostalgia... Gracias.
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