… viaje a Nueva York estuvimos caminando por la ciudad, y ya muy cansados,
regresábamos, cuando caía la tarde, por un puente magnífico. Hemos cruzado
infinidad de puentes en muchas ciudades. Puentes sobre ríos, sobre desiertos,
sobre autopistas, puentes desde donde ver la playa, las figuras de otras
personas sentadas o caminando lejos, allá abajo. Puentes ferroviarios, que son
adorables porque suelen ser antiguos, todos de madera y conservan un lustre que
le han dado los años, una cierta dignidad del tiempo transcurrido, en el piso
opaco, en el ruido que hacen las tablas cuando pasa la locomotora y los
vagones. Ese ruido es entrañable, nos lleva hacia épocas remotas, y cuando ya
ha pasado uno siente nostalgia de no saber a dónde va, ¿quiénes estarán
viajando?, ¿hacia el encuentro de qué amigos o enemigos? ¿Llevarán regalos
consigo? ¿Una carta con malas noticias? ¿La ejecución de algo que ponga fin a una
circunstancia importante?
Otros puentes precisos son los que hemos cruzado al leer historias de caballeros medievales. Antes de llegar al castillo donde
estará el hada que lo socorra de esas heridas casi mortales, el caballero cruza
un puente en ruinas, acostado sobre su caballo lento. Y los puentes de los
sueños, y el puente de los corderos de los cuentos de hadas…. Un puente
prefigura siempre el enlace. Dos tierras firmes que estaban separadas pueden
encontrarse por mediación de un puente.
Si hemos pasado el día entero caminando, a última hora de la tarde nuestra
percepción se parecerá de manera notable a los cuentos de hadas o a
las historias medievales. Venimos caminando por ese puente magnífico, con piso
de madera, por el nivel de los peatones y los ciclistas. Hay muchísima gente
andando en la luz roja y amarilla de la tarde. Por entre las tablas del piso se
pueden ver los automóviles y camiones corriendo por la autopista que está un
nivel más abajo. El puente es tan antiguo como uno ferroviario, pero más
majestuoso e imponente. Ya casi llegando al otro lado, nos atropella una visión que hemos
percibido en alguna otra parte, en algún lado hemos visto ese entramado
inconcebible y perfecto de cables que sostienen una de las puntas del puente.
Infinidad de trazos cruzando el espacio, tejiendo una red que corta el cielo. ¿En dónde hemos visto esta jaula gigantesca, esta pajarera para humanos
sobre el río ancho y poblada por una multitud en éxtasis?
Súbitamente lo recordamos. Hace muchos años compramos una postal
inquietante. Era una fotografía en blanco y negro, con unos hombres de traje
oscuro y sombrero, sin duda unos hombres de negocios, trepando por las guayas
de una jaula inmensa que llegaba hasta el cielo. Conservamos esa postal entre
nuestros papeles durante mucho tiempo, porque era sugerente y había algo
inexplicable en ella. Pensamos que podía ser una composición fotográfica, o una
escena de alguna película surrealista. Amábamos ver la imagen e imaginarnos
historias.
Ahora estábamos en esa jaula. Existía. La imagen que durante toda la vida supusimos
ficticia es algo sublime y real aunque imposible. Caer de rodillas, agradecidos, sería una conducta nada sorprendente. Allí está el puente verdadero, el que
une lo supuesto con lo real. Se llama Puente de Brooklyn y desdice
enfáticamente la teoría de que la humanidad es dañina.
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