Nos acostamos de espaldas en el piso de cemento. Era
una tarde de verano, casi inmóvil, no se escuchaba un solo rumor. Las hojas de
los árboles se batían suavemente, en armonía perfecta.
Durante horas estuvimos viendo el cielo altísimo y
las nubes que corrían una tras otra con la brisa leve.
Pensé otra vez que el cielo era el océano, y las
nubes, las olas que se repetían idénticas una tras la otra, como el tiempo que
no importa si existe o es una invención.
El vértigo me atrapó y lo recibí con gozo. Era
agradable sentirse caer hacia arriba, hacia lo insondable. Estaba por fin en
esa playa serena, donde nada ocurría. No podía haber nada mejor o peor, sólo
estar en ese lugar, caminando en la arena, hundiendo apenas los pies en la
orilla húmeda, dibujando mis huellas.
De vez en cuando una sirena me llamaba desde lo
lejos y yo le respondía, alegre como una niña pequeña.