En 1980 Caracas era una ciudad
segura y hermosa, como cualquier ciudad contemporánea normal. Lo digo en serio.
Uno podía caminar en la madrugada sin temor a que lo asaltaran o secuestraran,
y era raro que ocurrieran cosas peligrosas a tu alrededor. La gente era de una
amabilidad rayana en la inocencia. Por increíble que parezca, nadie presuponía
nada malo de los demás, te respondían con cordialidad a cualquier pregunta que
hicieras en la calle, incluso te acompañaban unas cuadras si no encontrabas la
dirección. Una ciudad desconocida para la
Caracas actual. Creo que todo eso debe
estar unos cuantos kilómetros por debajo de la superficie tóxica que pisamos
hoy.
Yo venía de Argentina, que sufría uno de sus peores momentos. La junta
militar estaba persiguiendo y encarcelando sistemáticamente a todo sospechoso
de tener alguna relación, aunque fuera tangencial, con la izquierda política. Llegué
pues, gracias al esfuerzo y preocupación de mi padre, a Caracas, a la escuela
de Letras de la Universidad Central.
Por esos días alguien me
regaló una pequeña novela, Piedra de Mar.
Junto al aturdimiento de cambiar de país, de tratar de entender la realidad,
ahora tenía esta historia adolescente escrita de una manera estupenda, y uno sentía que se estaba haciendo amigo de
esos muchachos, es decir, que perfectamente esa historia podía ser la historia
personal. Después de eso, a través de los años, he regalado esa novela muchas
veces. La respuesta ha sido unánime. He comprendido que es un bien, un caudal
que uno entrega y que crece entre los
que lo leen. Luego tuve todos los libros de Francisco Massiani, los cuentos encantados, los trazos narrativos
de sus otras novelas. El asunto no tiene fin.
No recuerdo cuándo ni cómo
conocí a Francisco Massiani. En aquellos años uno podía conocer a quien
quisiera, era la maravilla de Venezuela, no existían exclusiones. Debo aclarar que yo me creía todo lo que me
dijeran, cualquier cosa, y que además, tenía la mente enfebrecida por la
lectura de algunas escritoras españolas de post-guerra, en todas partes veía
héroes y heroínas de epopeyas domésticas. En clase de Literaturas de Vanguardia,
que dictaba Adriano González León, estábamos leyendo a Rimbaud, a Baudelaire y a Verlaine, y Adriano
exaltaba de manera magnífica la atracción
del abismo.
La verdad es que no pude
hablar con Pancho todo lo que hubiera querido, a pesar de que nos veíamos con
frecuencia, su realidad era vertiginosa y no se parecía tanto a Piedra de Mar y sí, en cambio, a la vida de cualquier surrealista. La
Florida, el garaje donde Pancho tenía sus libros y sus dibujos, el Bar
Restaurant Royal, los bares de Sabana Grande, adquirieron para mí un significado
trascendente. Las cosas que allí ocurrían, las conversaciones con escritores,
pintores, artistas y los actos de magia, incluidas las comidas y bebidas, no pertenecían
a la vida real y cotidiana. Tampoco los dibujos que Massiani trazaba con lápiz
negro en la superficie blanca, rostros redondos, despeinados, escondidos tras
innumerables trazos, componían una imagen que nos increpaba desde el fondo de
algún lugar incierto. Veo en esto algo importante: el arte es la expresión de
nuestro espíritu. Si no nos gusta la palabra, puede que sea expresión de nuestro
ser, de lo que llevamos en la memoria, en alguna parte donde somos nosotros
solos y nadie más. Los artistas escogen una disciplina para expresarse. Algunos
son músicos, otros escritores, otros pintores y así. Pancho escribía de
madrugada y también hacia unos dibujos buenísimos que se parecían a las cosas
que escribía. Quiero decir que la expresión pasa por ser imagen. Esta imagen se
puede hacer con palabras escritas o habladas, con movimientos del cuerpo, con
trazos desperdigados sobre cualquier papel. Pancho hacía todo esto, y dibujos,
palabras, movimientos, conformaban una sola imagen, algo que solo él podía decir.
Algunos recuerdos puntuales:
Pancho camina hacia mí por la avenida Francisco Solano, es bastante tarde, camina
como un marinero o tal vez como un barco en altamar. Trae puesto un suéter blanco tejido y habla
como chileno. Al encontrarnos se levanta el suéter y me enseña una cicatriz
bastante grande en la barriga. Ahora sé que ésa era la cicatriz de una
operación de vesícula biliar, de las que se hacían antes de que existiera el
sistema de cirugía por laparoscopia. Pero lo que yo vi fueron las huellas espantosas
de un acto heroico o por lo menos de una vendetta. Me preocupé muchísimo y él
se divirtió con mi inocencia. Una de sus frases típicas era decirme: “vieja,
esto no tendrá solución never in the life”. Siempre estuve de acuerdo con eso.
El tiempo ha pasado
vertiginosamente, una inmensidad de cosas han ocurrido y marcado distancia con
esos recuerdos. Pero en aquella realidad sigo teniendo veinte años y me
maravillo ante las cosas que aparentan ser diferentes a lo que todo el mundo
ve. Desde el futuro lejanísimo en que me encuentro sólo puedo sentir gratitud
porque Francisco Massiani haya escrito esos libros, por haber trazado esos
dibujos y por haberse divertido a mi
costa. Los tesoros que fueron esos momentos, esas frases, esos gestos, esas
imágenes, las conversaciones
entrecortadas, multitud de amigos sonrientes,
calles mojadas por la lluvia, bolsillos de donde salían lápices y
servilletas escritas con poemas o direcciones que no debían perderse pero que
se perdieron de todas maneras, son algo que no cambiará jamás, porque nadie
puede cambiar lo que ya ha ocurrido.
Qué buena fortuna.