Graciela escribe
tomada de la mano de sí misma y atenta toma notas en su libreta con un lápiz de carbón, como lo
haría un dibujante que va reproduciendo
un paisaje donde lo onírico se desdobla hacia el afuera en la hoja de
papel, haciendo un dibujo con la mente en blanco, “guiada por otro sentimiento,
ajeno al mundo”.
Tal procedimiento apela algunas veces al boceto de lo externo, (aunque la poeta
anhele, en el epígrafe del libro, a no ser interrumpida por las minucias
aplastantes de la realidad), algunas veces da cuenta de sus reflexiones en torno a los espacios de
la casa, a una ventana, al baño, al rostro maquillado de su hija, a un
yesquero roto, a una tarjeta postal, a la ciudad y sus luces y la cena. Tales
exterioridades se imbrican
sorprendentemente con esa otra habla, la del lado inescrutable de los
sueños, la de ese “sitio de los ojos cerrados”, de la cara a lo oculto revelado
en escritura.
“Libretas
doradas, lápices de carbón” es el segundo poemario de Graciela Bonnet, le
precede “En caso de que todo falle”, editado en Caracas el año 1997 por la
editorial Eclepsidra. Han pasado 16 años desde éste y aquel momento cuando sus
lectores descubrimos su universo escritural hecho objeto palpable. Le seguí el
rastro a los textos de Graciela desde aquel entonces, y en los últimos años
siempre ha sido el hallazgo de un tesoro sus distanciados posteos en el blog
“Vertiente Recíproca”. Fiel a una poética de lenta y armoniosa acumulación de
alijos rescatados del sueño, palabra a palabra Graciela nos muestra el
resultado de la atenta faena del cernir la arena que se desliza por el agujero.
No es posible archivar o enmarcar la
materia anímica que tenas se nos revela a la vuelta de cualquier esquina. El
afuera y el adentro pulsan en el caos de nuestros coloquios íntimos, las notas
tomadas en estas libretas doradas son el
resultado de esta deriva. Ayer subí al twitter un verso de Robert Walser, otro
escritor derivante, autor de minúsculas maravillas que dio pie a una breve
charla donde un tuitero me escribía sobre la importancia de leer a algunos
autores para salvarnos de la “índole modesta” de ciertos días. Al igual que
Walser, Graciela nos lleva de su la mano a través de sus paseos, y en esa
compañía acompasada flaneamos por las orillas de la gran ciudad, optando
siempre por el recorrido a través de los tugurios y caminos marginales, siempre
a la espera del portento que nos sobrecoge, o del registro fortuito de algún
hecho con un final inesperado.
Ajenos a tipificaciones,
los textos de Graciela transitan en una línea de fuga, así, prosa, verso,
ensayo breve, toda su escritura se desmarca de los rigores de la clasificación.
Al leer este libro recordé al instante al Gul, aquel personaje descrito por la
abuela árabe en su primer libro, “El Gul es un hombre horrible, peludo,
vagabundo. Se mete entre las pasas y en los frascos de aceitunas a esperar a
que algún niño meta la mano. Entonces sale y se lo come.” Ahora abrimos este
frasco depositado en el armario estrecho detrás de los ojos, en esa “caja de la
memoria” y hurtamos la fruta en conserva, rememoramos entonces el sabor perdido
de la magdalena de algún sueño. Entramos en la sintonía del “tiempo
espiralado”, donde “las cosas ya son diferentes a cada momento”, y en cualquier
momento saldremos volando de la propia cabeza.