Ahora estamos
leyendo Las Noches Árabes, alias Las Mil y una noches. Es un viejo ejercicio de
lectura justo antes de dormir, ya lo he reseñado antes.
Lo que se lee no
puede ser cualquier cosa, porque uno necesariamente se va a meter en el sueño, y
no puede tratarse de cosas muy lejanas a la imaginación. Tiene que haber suficiente
material y colores como para deslizarse al océano incalificable, el embarcadero
sin rumbo. Y uno se va para allá así, inocente. Cuanto más inocente vaya mejor
será la recompensa.
“He llegado a
saber, ¡oh rey afortunado!”
Muchas imágenes,
incontables historias y variados poemas. Imaginarse las pedrerías que adornan
la ropa del príncipe Diadema, vestido sólo para conquistar el corazón de la
princesa Donia, así, de un solo vistazo, porque no tendrá otra oportunidad, es un
premio magnífico. La cara de ese muchacho arriesgado vale la vida.
No tener cómo
verificar, archivar y conservar los sueños que esas palabras generan, también
vale la vida. Al menos es un tesoro como un montón de arena deslizándose por un
agujero. O lloramos o disfrutamos ese paso lento y armonioso.