Mis indolentes amigos, que no vieron el fugaz centelleo de la salamandra al borde de la lumbre, olvidan que desde que el sol surge tras la colina del oeste, estamos condenados al juego de las apariencias.
Urraca y Séfora fueron las primeras en caer en el brutal engaño. Se acercaron a la orilla de la fuente y aceptaron el intercambio con la imagen que devolvía el agua. Durante días ignoramos que a nuestros juegos acudían otra Urraca y otra Séfora, más pálidas y transparentes, con una mirada extraña y acuática, que nos condujo uno a uno al borde del surtidor. En la quebradiza superficie del agua hundimos nuestras frentes queriendo coronarnos de otro mundo que comenzaba al revés, que producía círculos concéntricos y convertía nuestros cuerpos en materia volátil, capaz de estremecerse con la brisa y permanecer fija a través de la corriente.
La caída al otro lado fue un prolongado grito y el comienzo del desvarío.
Hay un eco, una sombra que viene del bosque, un pasillo oscuro que exhala aliento de arcones abandonados, una decrepitud impensada del mundo. Ha concluido el primer canto de la alondra y todas las cosas de la vida han perdido sus contornos, sus luces, sus sonidos.
En el final de la calle –insufrible mal- unos niños redondos como bolas, alargados como husos de hilar cáñamo, remotamente parecidos a nosotros, juegan una ronda desventurada que parece hablar de reyes y duendes, y tal vez de los olvidados en el pozo de una fuente.