3.27.2018

Los códigos, el tiempo

Pensando todo el tiempo, incansablemente, y a la vez diciéndome que no podré transferir a la realidad ninguno de estos pensamientos. A ver, ¿cómo hacerlo? Tomo un papel y un lápiz y observo la maravilla del alfabeto.

Esos dibujos ingeniosos que se quedan manchando la hoja (y para más maravilla estarán allí mientras el papel resista en vida, es decir, en esta realidad, que será muchísimo tiempo, casi seguro que más de lo que yo resista por aquí). Pero me quedo admirando esos surcos de color brillante, tal vez negro o gris oscuro... son una joya. Y el que venga, humano como yo, y pueda descifrar ese código, tendrá una idea, así sea remota, de lo que estaba sintiendo en una remota madrugada del año 2018.


He cumplido sesenta años dice la formalidad del tiempo. Eso es sesenta veces pasar por la misma cuenta de los días. Madrugada, mediodía, atardecer, noche. Eso por treinta más o menos. Y eso por sesenta. No es tan sencillo. Porque en cada uno de esos fragmentos con que se lleva la cuenta de lo que hemos codificado, se incluyen (y esta es la trampa o lo más importante), lo que aprendimos, lo que dejamos pasar, lo que nos gustó y disfrutamos y, entre otras cosas más,  lo que será causa de nuestro bochorno y arrepentimiento por mucho tiempo.


Tiempo otra vez, ay, cómo nos gusta enredarnos. En fin. La memoria se queda y nos persigue, constituye nuestro rostro, lo que en verdad somos. Aprendimos un código para comunicarnos, pero hay otros, y otros grupos de humanos que se entienden a través de otros sonidos y cuidado ahí, que no son solo los sonidos y los recuerdos, sino la manera de decir y entender que algo está bien o no lo está. Pero la memoria no tiene idioma, quiero decir, las cosas que suceden en los lugares donde la gente usa alfabetos diferentes, suelen ser siempre las mismas. Vida, muerte, pérdidas o ganancias, aprendizajes, pequeñas miserias o glorias a la medida.


En cambio los animales son más sencillos. No necesitan escribir ni hablar complicado siquiera. Las plantas, que están vivas, tampoco escriben. La memoria, los alfabetos, las expresiones que usamos para no perder el hilo, para no perder lo que aprendimos o aprendieron nuestros antepasados y ahora apenas lo estamos descifrando, todo eso debe ser bueno para algo. 

Debe servir para no tener miedo, por lo menos.







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