11.24.2013

Notas sobre "Libretas doradas, lápices de carbón” por Eleonora Requena




Para leer los textos de Graciela Bonnet deberemos adecuar la escucha a una frecuencia particular, diríase interna, arbitraria, lúdica; suerte de transcripción del pensamiento, del murmullo de palabras que van desplegándose en un decir tan íntimo que nos hace cómplices de una revelación insospechada.

Graciela escribe tomada de la mano de sí misma y atenta toma notas  en su libreta con un lápiz de carbón, como lo haría un dibujante que va reproduciendo  un paisaje donde lo onírico se desdobla hacia el afuera en la hoja de papel, haciendo un dibujo con la mente en blanco, “guiada por otro sentimiento, ajeno al mundo”.

 Tal procedimiento apela algunas veces al  boceto de lo externo, (aunque la poeta anhele, en el epígrafe del libro, a no ser interrumpida por las minucias aplastantes de la realidad), algunas veces da cuenta  de sus reflexiones en torno a los espacios de la casa, a una ventana,  al baño,  al rostro maquillado de su hija, a un yesquero roto, a una tarjeta postal, a la ciudad y sus luces y la cena. Tales exterioridades se imbrican  sorprendentemente con esa otra habla, la del lado inescrutable de los sueños, la de ese “sitio de los ojos cerrados”, de la cara a lo oculto revelado en escritura.

“Libretas doradas, lápices de carbón” es el segundo poemario de Graciela Bonnet, le precede “En caso de que todo falle”, editado en Caracas el año 1997 por la editorial Eclepsidra. Han pasado 16 años desde éste y aquel momento cuando sus lectores descubrimos su universo escritural hecho objeto palpable. Le seguí el rastro a los textos de Graciela desde aquel entonces, y en los últimos años siempre ha sido el hallazgo de un tesoro sus distanciados posteos en el blog “Vertiente Recíproca”. Fiel a una poética de lenta y armoniosa acumulación de alijos rescatados del sueño, palabra a palabra Graciela nos muestra el resultado de la atenta faena del cernir la arena que se desliza por el agujero. No es posible  archivar o enmarcar la materia anímica que tenas se nos revela a la vuelta de cualquier esquina. El afuera y el adentro pulsan en el caos de nuestros coloquios íntimos, las notas tomadas en estas libretas doradas  son el resultado de esta deriva. Ayer subí al twitter un verso de Robert Walser, otro escritor derivante, autor de minúsculas maravillas que dio pie a una breve charla donde un tuitero me escribía sobre la importancia de leer a algunos autores para salvarnos de la “índole modesta” de ciertos días. Al igual que Walser, Graciela nos lleva de su la mano a través de sus paseos, y en esa compañía acompasada flaneamos por las orillas de la gran ciudad, optando siempre por el recorrido a través de los tugurios y caminos marginales, siempre a la espera del portento que nos sobrecoge, o del registro fortuito de algún hecho con un final inesperado.

Ajenos a tipificaciones, los textos de Graciela transitan en una línea de fuga, así, prosa, verso, ensayo breve, toda su escritura se desmarca de los rigores de la clasificación. Al leer este libro recordé al instante al Gul, aquel personaje descrito por la abuela árabe en su primer libro, “El Gul es un hombre horrible, peludo, vagabundo. Se mete entre las pasas y en los frascos de aceitunas a esperar a que algún niño meta la mano. Entonces sale y se lo come.” Ahora abrimos este frasco depositado en el armario estrecho detrás de los ojos, en esa “caja de la memoria” y hurtamos la fruta en conserva, rememoramos entonces el sabor perdido de la magdalena de algún sueño. Entramos en la sintonía del “tiempo espiralado”, donde “las cosas ya son diferentes a cada momento”, y en cualquier momento saldremos volando de la propia cabeza.